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Pipa


Pipa.

Hay una clase de magia y fantasía que recubre la relación de los abuelos con sus nietos. Es increíble como, siendo niños, los abuelos pueden transformar nuestras primitivas realidades en fantasiosas aventuras o divertidas circunstancias.

Cuando conocí el mar lo hice viajando en avión junto con mis padres. Era la primera vez, tanto para ellos como para mi, en que nos subíamos en una aeronave. El día anterior al viaje, mi abuelo se acerco a mi y,  mientras el apuntaba con su dedo índice a un minúsculo avión que atravesaba las nubes en la lejanía del cielo, me dijo: "Mañana cuando este viajando en avión y vaya pasando justo por aquí, saca la mano por la ventana y me saluda que yo estaré pendiente". En ese instante me imaginé que sería posible, que desde el cielo yo podría ver a mi abuelo y el me vería a mi, y lo saludaría feliz, no por el hecho de que yo estuviera por primera vez abordo de un avión, sino porque mi abuelo sería entonces ser parte de mi viaje.

Siendo yo tan pequeño, no podía precisar correctamente qué tipo de selva amazonica debía yo tener en mi mi cabeza para que siempre andara con animalitos en ella. Pero eso no me importaba, porque mi abuelo siempre los cazaba. Cada vez que lo veía, mi abuelo tendía su mano sobre mi cabeza, y con sus dedos índice y pulgar en forma de pinza atenazaba a una de estas terribles criaturas vivientes, que había sido capturada desprevenida por la inigualable visión de mi abuelo. Aquella horrible bestia, invisible siempre para mi y para todos los demás a excepción de mi abuelito, tenía los segundos contados. Llevando su mortal pinza muy cerca de mi oreja, mi abuelo apretaba sus tenazas hasta el punto en que yo podía escuchar un estallido, anunciando otra victoria más de mi abuelo sobre las terribles bestias en mi cabello.

Mi abuelo tenía una pequeña tienda, situada en la primera planta de su casa. Era una tienda de barrio tradicional de Bogotá, con las paredes atiborradas de todo tipo de productos de la canasta familiar en general. Particularmente, tenía una gran venta de productos embotellados, principalmente gaseosas y cervezas, por lo que no era extraño caminar por el reducido espacio de la tienda y encontrarse todo el tiempo sobre el suelo con tapas de botellas metálicas. Es bien sabido que Bogotá es una ciudad con muchas lluvias, y cuando estas eran torrenciales, la calle frente a la casa de mi abuelo se convertía en un verdadero rio. Mi abuelo entonces tomaba entre sus manos la mayor cantidad de tapas que podía y se las ponía en los bolsillos de su saco, y aún bajo la lluvia, me invitaba a que lo acompañara afuera de la tienda, al borde de la acera, a la orilla de aquel rio urbano. Cuando estabamos ya codo a codo, se ponía en cuclillas y estiraba su mano derecha hacia la calle, dejando caer una tapa de botella sobre la superficie del agua que ya se arremolinaba con gran turbulencia, como las más peligrosas corrientes rápidas jamás vistas en ningún rio. Ante mis ojos esa tapa de botella era un bólido acuatico a gran velocidad, un meteorito fluvial que serpenteaba bajo la lluvia. Era increíble ver el como se mantenía a flote muy a pesar de los grandes obstaculos que se iba encontrando; piedras, troncos de madera, en incluso restos de basura. Lo más emocionante se me presentó cuando, de nuevo al lado de mi abuelo, me entrego mi propia tapa de botella. Ni el capitán Nemo se sintió tan orgulloso y feliz con su Nautilus como yo me sentí de poseer mi propio navío en aquel momento. Fui el dueño y señor de los mares, a 2600 metros de altura.

Ese es mi abuelo.


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