La mujer maravilla.
Ahora que cuento con algo más de treinta años, me he permitido un tiempo para mirar hacia el pasado y revivir todo tipo de recuerdos, antes de que estos se desvanezcan por si solos y para siempre en mi mente. Es un ejercicio que mueve fibras, por supuesto, pero que también me permitió definir un hecho increíble: el contraste de nuestra percepción a través del tiempo.
Cuando tenía alrededor de 3 o 4 años, mi madre tomaba su bicicleta (no recuerdo bien si le pertenecía a ella realmente) para llevarme al colegío antes del medio día. Recuerdo específicamente a esa bicicleta por ser de un estilo diferente; las llaman monaretas. En mi mente esa bici era gigante. Para subirme necesitaba de la ayuda de mi madre. Era roja, de manubrios cromados, largos y estilizados, como las patas de un avestruz. Era muy cómodo ir sentado en su asiento de cuero negro y alargado, que permitía compartir tranquilamente el viaje al conductor junto con el pasajero, uno detrás del otro. Sus ruedas no eran de igual tamaño, según lo recuerdo, siendo la más pequeña la delantera. Ese viaje lo emprendíamos después de haberme englutido un prematuro almuerzo sobre las 11 a.m., partiendo desde la casa de mi abuelo, bajo un cielo completamente azul salvo por el resplandeciente sol típico (y no tan frecuente) del verano Bogotano. No logro recordar cuánto tiempo tomaba el trayecto, ni qué tan rápido iba mi madre o a qué suerte de obstáculos nos íbamos encontrando cabalgando en ese caballito de acero rojo. Lo que si recuerdo es su voz y la mía repitiendo al unísono las tablas de multiplicar... tres por cuatro doce, tres por cinco quince, tres por seis dieciocho...
Entiendo solo ahora que quizá la bicicleta no era gigante. Entiendo ahora la pericia y agilidad con la que se debe contar para conducir una bicicleta con un niño a bordo para inventarse un camino en medio de calles a medio construir, transitadas por grandes y pequeños vehículos, tanto de tracción animal como mecánica. Entiendo que se debe contar con reflejos muy agudos para evitar arrollar a personas o animales que aleatoriamente se mueven entre andenes y calles, y que sorpresivamente aparecen de la nada. Entiendo aún más la valentía que supone salir a la calle, de esa ciudad, de ese barrio, con una bici llamativa, desafiando con la frente en alto a los amigos de lo ajeno que siempre han pululado como el peor cáncer que se come vivo a Colombia. Todo esto lo entiendo porque yo mismo, y con la misma edad que mi madre tenía en aquella época, he recorrido gran parte de Bogotá en bici.
Mi madre es lo que puede definirse como una persona "nerviosa". Lo constato cuando viajamos en automóvil y cerca de nosotros pasa un vehículo de tamaño considerable, o cuando la velocidad en la que viajamos comienza a ser alta (aún estando en los límites de velocidad permitidos por ley). Su nerviosismo se dibuja en su cuerpo como una transpiración inmediata y no controlada, con movimientos rígidos y torpes.
¿De dónde salió tanta valentía en aquel entonces en mi madre? Es realmente admirable lo que se hace por los hijos, por procurarles una vida en la que las dificultades sean las mínimas y, por el contrarío, se les puedan brindar tantas ventajas como esten al alcance de sus propias posibilidades. Sin importar si hay que arriesgar el pellejo propio. Como mi madre estoy seguro de que hay por todo el mundo, en bicicleta, a pie, en automóviles, madres que se desdoblan en esfuerzos, que se sacrifican, que se trasnochan, que se rompen el lomo en sus trabajos, que se transforman en mujeres maravilla para ver que sus hijos sean felices y crezcan siendo buenas personas. ¡Cuanto les debemos a esas mujeres!
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